Comité Editorial La Estaca
Cinco años después del estallido social que marcó un hito en la historia contemporánea del país, el análisis de la situación actual de los sectores populares revela que sus demandas por seguridad y justicia siguen siendo centrales y urgentes. Este artículo profundiza en cómo estas exigencias no solo reflejan una lucha contra la inseguridad y la desigualdad, sino que son parte de una demanda más amplia por el reconocimiento de derechos y dignidad en barrios históricamente marginados.
Por Bruno Rojas Soto
Al conmemorar cinco años del estallido social, la revuelta popular más grande en la historia contemporánea del país, resulta indispensable reflexionar sobre las demandas y expectativas que emergieron en aquellas oleadas de protesta social, y otros anhelos que, en su momento, quedaron menos visibles. Estas manifestaciones no fueron solo un grito contra las desigualdades estructurales o una expresión de descontento frente a la ilegitimidad de los gobernantes de turno, sino también una manifestación contenciosa y política del profundo malestar de los sectores populares ante la falta de protección social, la desvalorización de sus esfuerzos para progresar y la invisibilización de sus voces en el ámbito político. Las exigencias por justicia, dignidad y mejores condiciones de vida persisten, y es crucial comprender por qué, desde entonces, y según diversos estudios y encuestas, la demanda por seguridad ha cobrado un lugar central en las expectativas de estos sectores.
Esta reflexión surge de una investigación realizada entre 2021 y finales de 2022 en barrios considerados zonas críticas de la comuna de La Pintana, una de las áreas más afectadas por la violencia y la falta de protección social estatal. Nuestro trabajo de campo permitió explorar las experiencias y narrativas de los residentes, quienes, enfrentados a la inseguridad cotidiana, el narcotráfico y el sentimiento de abandono por parte de las autoridades, han desarrollado diversas estrategias para enfrentar estos desafíos diariamente y reclamar al Estado su ‘derecho a vivir en paz’. A partir de estos testimonios, pudimos entender cómo la demanda por seguridad y justicia es parte de una lucha más amplia por el reconocimiento y los derechos de los sectores populares, en línea con las reivindicaciones por dignidad que se visibilizaron a partir del estallido de octubre. La demanda por seguridad no puede verse como un reclamo aislado o una simple reacción ante el aumento de la delincuencia o la emergencia del crimen organizado en las principales ciudades del país. De hecho, las percepciones de inseguridad y las tasas reales de criminalidad parecen seguir caminos independientes, como lo demuestran los datos disponibles. Más bien, esta exigencia es parte integral de una preocupación mayor por la supervivencia y el bienestar de los habitantes de los barrios populares, quienes, a raíz del estallido social, han podido articular una ‘gramática’ de derechos que tematiza el abandono que sienten frente a la violencia.
Como expresaba Mauricio, un ingeniero residente en uno de estos barrios: “Aquí nos sentimos abandonados, ni siquiera los pacos (sic) se preocupan. Mientras en Las Condes los carabineros llegan en cinco minutos, nosotros seguimos aquí esperando, invisibles”. Esta percepción de abandono del Estado está marcada, en muchos casos, por la indignación de no ser igualmente protegidos que otros sectores de la sociedad, debido al estigma que pesa sobre sus comunas. Como decía Alejandro, presidente de una junta de vecinos: “Estamos completamente abandonados. Llamas, llamas, y a los pacos no les importa. O sea, ellos no van a venir porque somos La Pintana. Y así fue, poh, no venían, no venían, no venían”.
Visto de esta forma, y considerando que desde al menos 2017 se han registrado movilizaciones por residentes de esta comuna exigiendo mayor presencia de Carabineros, parece claro que los residentes de estos barrios no solo piden mayor policiamiento, sino también la protección del Estado para poder habitar sus barrios en tranquilidad junto a sus familias. Pero al mismo tiempo que perciben este abandono, este parece corresponderse con la distancia que sienten respecto al campo político, el cual perciben como orientado por intereses personales y alejado de la búsqueda del bien común. Una participante de un comité de seguridad se preguntaba así sobre el mundo político: “Yo me pregunto ¿por qué no ocupai una infraestructura? ¿Por acuerdos políticos? ¿Y no le dai un bienestar a tu gente que necesita? Si estas en un sector donde realmente se ven los daños”. Mientras Salvador, un adulto mayor evangélico insistía: “¿Cuánta es la dieta parlamentaria que tienen, siete, ocho millones de pesos? Para estar ahí sin hacer nada, sabiendo que el pueblo tiene necesidad. ¿Sabiendo que la justicia está actuando mal?”.
Junto a esto, como ha quedado en evidencia con la crisis sistémica del poder judicial encarnada en el Caso Hermosilla, es urgente abordar una reforma en el sistema de justicia. Antes de la actual crisis, distintos estudios ya mostraban cómo las instituciones de justicia eran percibidas como desiguales e ineficaces, lo que ha extendido entre los sectores populares una sensación de impunidad que solo ha agravado su distancia simbólica con el Estado. La justicia que no llega a los habitantes de estos barrios es vista por ellos como un obstáculo más que les impide vivir con dignidad. Una asistente social, residente en uno de estos barrios, expresaba: “La justicia está mal hecha, los pacos detienen a los delincuentes, pero los tribunales los sueltan. Y al final, nosotros seguimos desprotegidos”. De manera similar, otro vecino comentaba: “En este país, sinceramente, para las familias humildes no hay justicia. Solo para los de plata y pudientes en 24 horas resuelven los casos y, a veces, sin tener ni pruebas suficientes”.
Si no se garantiza un acceso igualitario al Estado de derecho y a la justicia, la desprotección del mundo popular y la ilegitimidad del sistema político persistirán. A lo largo de los últimos años, ha quedado en evidencia que la izquierda política en Chile ha tenido más que dificultades para enmarcar adecuadamente la demanda por la seguridad pública como parte de una política integral que no solo se limite a aumentar la presencia policial y terminar con las barreras sociales para el acceso a la justicia, sino que promuevan la organización social y política en los territorios donde el mundo popular desarrolla su cotidiano, propiciando su incorporación a la arena política. En este sentido, hay que renunciar a las recetas fáciles y aparentemente mágicas. Desde este punto de vista la clave para enfrentar la crisis de seguridad y de legitimidad institucional de manera sostenible, está en la reconfiguración de la arena política y sus equilibrios, así como en la generación de disposiciones estatales que generen incentivos para articular y empoderar a los sectores populares. Como mencionaba una dirigente vecinal: “Aquí lo que necesitamos no es solo más carabineros, necesitamos poder organizarnos, ser parte de las decisiones, y que nuestras voces importen. Porque si solo mandan uno que otro paco (sic), no cambia nada”. Como vemos, la demanda por seguridad no está separada de la expectativa de ser escuchados políticamente. Esto último, pone de relieve la importancia de una política que incorpore a los sectores populares y sus territorios, y los haga parte, no solo de formas de participación consultivas y formales, sino que les entregue incentivos concretos para convertirse en actores con capacidad actuar en la disputa política. La demanda por el Derecho a Vivir en Paz, que enmarca políticamente la necesidad de seguridad y justicia del mundo popular, en este sentido, no es una petición menor ni desconectada de la lucha por dignidad expresada desde el 18 de octubre. Es una exigencia que, junto a las demandas por derechos y reconocimiento, tiene la potencia de ayudarnos a encontrar un camino para reorganizar las bases de nuestra sociedad, reconociendo el valor y la capacidad de los sectores populares para construir su propio futuro y, quizás, reconstruir así nuestra democracia.